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viernes, 24 de agosto de 2012

Todo por un sueño.

Imaginaros por un momento que se os presenta la posibilidad de cumplir un sueño que conlleva un enorme riesgo y valor. Un sueño único y por el que estaríais dispuestos a arriesgar vuestras vidas.

Esta noche tuve la suerte de ver un documental en el que un grupo de aficionados alpinistas cumplían uno de sus sueños, ascender al Monte Everest, e incluso llegar a hacer cumbre y coronar la montaña más alta del mundo.
El documental trataba sobre un grupo de aficionados al alpinismo que, con cierto nivel y preparación en lo que a escalada se refiere y acompañados de un amigo carente de piernas (evidentemente iba con prótesis) y de un numeroso grupo de Sherpas experimentados en el ascenso y descenso (importante esto último) del Monte Everest, se disponían a llevar a cabo un sueño, hacer cumbre en el Everest y vivir la que posiblemente haya sido la experiencia más memorable de sus vidas.

Un largo proceso de adaptación, aprendizaje y organización. Un ascenso pautado, con hasta cuatro campamentos base, con zonas de riesgo de muerte, con cuerdas de seguridad y zonas de abastecimiento de oxigeno preparadas concienzudamente con antelación por los experimentados Sherpas, eran el principio de la aventura que se avecinaba.

Congelamiento de extremidades, mal de altura, pulmonías, mareos, falta de oxigeno, pérdida de consciencia, e incluso amputaciones, eran dentro de esta dura batalla, algunas de las cosas más “lights”, por así decirlo, a lo que se podían enfrentar estos intrépidos aventureros, y creedme si os digo que, tras ver el documental, hasta la palabra amputación terminó sonándome esperanzadora.

Un ascenso progresivo, con un seguimiento y cobertura excepcional desde el campamento base, fue el inicio de la aventura para todas estas personas. Durante dicho ascenso, algunas personas sufrieron todos esos problemas que cité anteriormente, teniendo que descender y retroceder cientos de metros, e incluso kilómetros, para poder reponerse y curarse del todo y poder así retomar dicha batalla.

Omitiré gran parte del ascenso e iré al grano: los 600 últimos metros hasta la cima y, por supuesto, el impactante descenso final que me dejó con la boca abierta.

¿Qué son 600 metros? se puede preguntar uno. Pues 600 metros era la distancia que separaba a muchos de los escaladores de cumplir su sueño. Eran ni más ni menos que dos horas y media de ascenso y caminata por la fría nieve y la ladera de la montaña. Era la “ínfima” distancia que les permitía ver a sus compañeros en el horizonte, pero que a la hora de ponerse a caminar, eran la diferencia entre terminar la aventura vivo o muerto. Era la distancia en la que el viaje podría convertirse en una aventura con tan solo billete de ida y sin retorno.
En esos 600 metros, algunos de los alpinistas quedaron sin energía, desfalleciendo en el camino por culpa del cansancio, teniendo que bajar contra su voluntad lo antes posible, puesto que, el simple hecho de sentarse a descansar podría llevar consigo no volver a levantarse y morir allí sentado.
600 metros en los que los alpinistas sufren algo así como “la enfermedad de la cumbre”, que es la fuerte necesidad de querer llegar a la cima a sabiendas de que ello implique la muerte. Una sensación totalmente irracional que obliga al alpinista a querer continuar, pese a todo, para una vez en la cumbre morir sin saber muy bien por qué.

Mientras algunos daban la vuelta inmediatamente para huir de la zona de peligro (es la zona en la que “pararse”, distraerse, desfallecer, quedarse sin oxígeno, etcétera, implica la muerte inevitable puesto que nada ni nadie puede intervenir para rescatarte, salvo un milagro o ir acompañado de un numeroso grupo de gente que cargue contigo a cuestas en el descenso; algo improbable), otros continuaron esos 600 metros, entre ellos el aventurero sin piernas, y lograron cumplir su sueño y hacer cumbre en el Monte Everest.

Durante esas horas, los primeros en descender (eran dos personas nada más) se encontraron con un escalador desconocido de otro grupo, tirado bajo unas rocas, con signos más que evidentes de hipotermia y congelación. Ese hombre, tenía su oxígeno agotado, estaba temblando, solo, y muriendo lentamente.
Uno de los escaladores, Tim, mediante walkie-talkie, se puso en contacto con el campamento base y contó lo que estaba sucediendo. Explicó que iba a compartir parte de su oxígeno con el moribundo, puesto que él todavía conservaba gran cantidad ya que no llegó a hacer cumbre.
Desde el campamento base, lo estaban observando atentamente y con detenimiento. Dos hombres, agotados y que anteriormente estaban tirados a 600 metros de la cima por desfallecimiento, se habían topado con una persona desconocida, agonizando, al resguardo de unas rocas.
¿Qué podían hacer tan solo dos personas por aquel alpinista moribundo? ¿Cómo podrían descender arrastrando a un hombre corpulento e inconsciente hasta el campamento que se encontraba a tres horas de caminata y tras un trayecto de lo más complicado? Pues la respuesta era evidente: nada.

Por un momento Tim y el Sherpa eran “Dios”. Podrían haberlo intentado y cargar con él esos kilómetros de descenso y morir los tres en el intento, podrían intentar seguir reanimándolo para ver si este recobraba el sentido y bajaba con ellos, arriesgándose a perder el tiempo en el intento y desfallecer junto a él. O podían hacer lo que hicieron; llorar, aguantar estoicamente ante tan difícil situación, y descender dejando tras de sí a una persona condenada a morir en solitario. Una montaña, en la que descansan alrededor de 200 cuerpos inertes, algunos a la vista, de personas que fueron a cumplir sus sueños, pero que finalmente perdieron allí la vida. Personas con billete de ida y, sin retorno a sus hogares.
Tim llegó abatido y agotado al campamento junto al Sherpa. Tras ellos otro pequeño grupo que intentó, una vez más, en vano, reanimar al hombre una vez se lo toparon en el descenso.

Otro de los alpinistas del grupo llegó casi a remolque de sus compañeros, totalmente agotado, y haciendo paradas continuamente que lo podían condenar a morir allí, junto a esas 200 personas que encontraron en el Everest su último lugar de destino. Y digo esto, porque la filosofía en la montaña era que antes de arriesgar la vida por alguien, los demás deberían abandonarlo y ponerse a salvo.

El hombre sin piernas llegó con los muñones destrozados y se quitó las prótesis inmediatamente. Tanto él como la inmensa mayoría de los alpinistas, tenían las extremidades congeladas, totalmente ennegrecidas y con síntomas evidentes de que se avecinaba alguna que otra amputación.

La historia no termina aquí, puesto que la subida sí era progresiva, pero el descenso no lo era. Tenían que bajar de la cima al campamento cuatro, “descansar”, reponer fuerza, y bajar inmediatamente al campamento tres, que estaba ni más ni menos que a 9 horas de caminata.

Gente con extremidades congeladas, totalmente agotados, pero que sabían que tenían que bajar, y ésta vez, arrastrando al hombre sin piernas sentado en una esterilla, puesto que no podía posarse sobre sus piernas ortopédicas ya que tenía los muñones totalmente destrozados por el primer descenso.
Si os digo la verdad… menuda fuerza de voluntad por parte de sus compañeros que lucharon por bajarlo, incluso por zonas escarpadas en las que tuvieron que usar escaleras metálicas para descender entre las rocas, y sin abandonarlo en ningún momento. Esta vez el grupo si era numeroso, y esta vez sí podían jugar a ser “Dios” en el Everest puesto que ya tenían algo a su favor, la voluntad y un grupo reorganizado y agrupado para poder llevar la evacuación como era debido.

La aventura se saldó con muchos dedos amputados, muñones en los pies, gente con pulmones totalmente destrozados, pero todos vivos al fin y al cabo, pero sin poder olvidar los cadáveres que asomaban a lo largo y ancho de la montaña, y sin poder olvidar a aquel hombre por el que nada pudieron hacer.

A esto es a lo que se arriesga uno por un sueño; a perder la vida en el intento o a ver como la pierden los demás. No obstante, el éxito conlleva riesgo y voluntad para intentarlo, y este grupo está vivo para dar muestra de ello; de que todo es posible si uno no cesa en su empeño, y mientras uno no se siente en el camino para rendirse y no volver a echarse a andar.

miércoles, 22 de agosto de 2012

Te acordarás un día.


Te acordarás un día de aquel amante extraño
que te besó en la frente para no hacerte daño.
Aquel que iba en la sombra con la mano vacía
porque te quiso tanto... que no te lo decía.

Aquel amante loco... que era como un amigo,
y que se fue con otra... para soñar contigo.

Te acordarás un día de aquel extraño amante,
profesor de horas lentas con alma de estudiante.
Aquel hombre lejano... que volvió del olvido
sólo para quererte... como a nadie ha querido.

Aquel que fue ceniza de todas las hogueras
y te cubrió de rosas sin que tú lo supieras.

Te acordarás un día del hombre indiferente
que en las tardes de lluvia te besaba en la frente.
Viajero silencioso de las noches de estío
que miraba tus ojos, como quien mira un río.

Te acordarás un día de aquel hombre lejano
del que más te ha querido... porque te quiso en vano.

Quizás así de pronto... te acordarás un día
de aquel hombre que a veces callaba y sonreía.
Tu rosal preferido se secara en el huerto
como para decirte que aquel hombre se ha muerto.

Y él andará en la sombra con su sonrisa triste.
Y únicamente entonces sabrás que lo quisiste.
Jose Ángel Buesa.