El fiel reflejo del dolor desgarrador, de la
desolación. Posiblemente uno de los sentimientos más reconocibles en los
rostros de las personas. Tan reconocible como contagioso, según el grado de
empatía de las personas que lo perciben.
Indagando por internet, hace aproximadamente
un año y medio, me topé con esta desgarradora imagen:
Yoshikatsu Hiratsuka, un señor de sesenta y seis años que llora desconsolado ante los restos de lo que anteriormente era su casa en Onagawa (Japón). Sepultado bajo los restos de la misma, un miembro de su familia, dado por desaparecido tras el terremoto que asoló Japón en 2011.
Ante él, solamente ruina, impotencia, dolor y
desolación. A su alrededor, el mismo panorama elevado a la enésima potencia.
¿Por qué esta foto? Sinceramente, no termino
de comprenderlo, pero de vez en cuando tengo la necesidad de mirarla una y otra vez hasta embriagarme
de la tristeza que emana de la misma, hasta darme cuenta de que, por muy mal
que me vayan las cosas, la vida siempre podrá recordarme que todo puede ir a peor
y sin que pueda preverlo.
Aquellos que alguna vez sentimos el dolor de
la pérdida y que tenemos un elevado grado de empatía, es imposible que no
sintamos algo parecido a lo que siente el pobre señor de esta imagen.
Sentir la enorme necesidad de arrancar palmo
a palmo cada centímetro de nieve, cada centímetro de escombro, cada centímetro
de tierra, hasta alcanzar a la persona que allí permanece sepultada, devolviéndola
de algún modo a la vida de la que fue arrebatada.
Sentir el mismo grado de dolor y abatimiento
al encontrarnos tan cerca de ese ser querido, al que queremos rescatar y mantener
a salvo a nuestro lado, pero por el cual no podemos hacer absolutamente nada,
salvo llorar desconsoladamente.
Sentir cómo la impotencia se adueña de
nosotros. Cómo el dolor nos invade hasta el fondo de nuestras entrañas y, ante
tal panorama, tener la enorme necesidad de gritar pidiendo ayuda y no recibir
respuesta debido al caos generalizado que asola el lugar.
Esta imagen, simplemente, me recuerda lo
fácil que resulta pasar del todo a la nada. Describe con exactitud cómo la
vida, cuando se empeña en ser perra, consigue hacer tanto daño con una sencillez
tan apabullante, que uno tiene que temer, inevitablemente, tanto por sí mismo
como por los seres que le rodean. Tanto es así, que uno aprende a valorar
aquello sobre lo que se considera poseedor o perteneciente, para darse cuenta, finalmente,
que lo único que al final nos terminará perteneciendo, serán nuestros recuerdos,
y eso si con un poco de suerte no lo dificulta alguna que otra enfermedad
neurodegenerativa.
Simplemente, una foto con la que pensar,
sentir y recapacitar.
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