Hoy es un día lluvioso, el cielo
está gris y el suelo mojado. El viento, que sopla intensamente, cala los huesos
con tanta humedad que arrastra consigo. Hoy es un día que para muchas personas
no dejaría de ser un día triste o lleno de melancolía por el simple hecho de
ser un simple día de otoño.
Las pocas hojas que quedan, caen
ya de los árboles completamente desnudos de hojarasca y recubiertos de una
gruesa capa de musgo que parece darle abrigo a su húmeda corteza.
Amaneceres fríos, sin los trinos
de algunos pájaros que en primavera hasta resultan familiares, y sin flores de
las que se desprende ese aroma que tan buenos recuerdos nos trae en
determinadas épocas del año.
Hoy es un día, en resumen, de los
que a mucha gente le gustaría borrar de su calendario. A mucha gente, salvo a
mí.
Hoy es un día de los que merece
la pena vivir, como todos y cada uno de los días del año. Un día en el que
vemos cómo caen las hojas dejando el árbol vacío y solitario, para
recordarnos, una vez más que, de ese vacío y soledad se vuelve a la vida con
más fuerza.
Es un día en el que el silencio
se convierte en un placer que nos hace recordar lo mucho que echamos de menos
los buenos amaneceres. Amaneceres en los que todo trino suena melódicamente y,
más allá de la ventana, el paisaje no es otro que el de un bosque florido y
lleno de colores, y los árboles no sólo están cubiertos de un manto de hojas,
sino también de flores y frutos.
Merece la pena vivir y saber
esperar mientras se vive.
Hoy simplemente recordé que
podemos ver el mismo paisaje de dos maneras distintas. O bien marchito y falto
de vida, o bien en reposo y a la espera de que el temporal amaine para que, con
el paso del tiempo, vuelva todo a ser cubierto por la vida con tanta fuerza y belleza
como la primera vez.
Meditar y ser paciente no mata, estar
triste toda una vida sí, y lentamente.
Carpe Diem.
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